Opinión: Se recuerda todavía el viacrucis de
la niña de once años obligada a procrear un bebé producto de una violación por
un enfermo sexual, evidencia de la trágica y absurda decisión de imponer en la
Constitución de la República la prohibición de la interrupción del embarazo,
bajo el cuestionado criterio del derecho a la vida. La niña finalmente murió
pero si algún milagro médico le hubiera salvado la vida quedaría marcada para
el resto de su existencia, arrastrando una criatura resultado de un abominable
acto criminal.
La criminalización de toda forma de interrupción del embarazo
pone trabas y en jaque a la ciencia médica. Ningún facultativo se arriesgará a
asumir su responsabilidad aún en las peores y más desagraciadas circunstancias,
a sabiendas incluso de que corra peligro la vida de la paciente. Cuando escucho
o leo el argumento que sustentó ese adefesio, me pregunto: ¿Cuál vida, si la de
la madre violada o el feto? ¿Si en situaciones extremas por salvar a una
criatura que aún no ha nacido sacrificamos a la madre, dónde queda el criterio
del derecho a la vida?
La prohibición constitucional a toda forma de interrupción
del embarazo, despoja a la Carta Magna de todo sentido de humanidad, porque
niega los derechos de la mujer y de la familia a decidir voluntariamente acerca
de algo tan personal como es todo aquello relacionado con su cuerpo y la vida
misma. Además, cada pareja es libre de decidir cuántos hijos desea. La
Constitución dominicana niega ese derecho fundamental y en los casos de
violación a menores y agresión sexual de otro tipo, condena a futuras criaturas
indeseadas a vivir una vida miserable. La penalización de toda forma de
interrupción del embarazo, aún en situaciones como la de esa niña de once años
violadas por un maniático sexual y su familia, y la prohibición religiosa al
uso de anticonceptivos, que no deja opción a la pareja, es tan criminal como el
peor de los abortos.